5º DOMINGO DESPUÉS DE PASCUA

Los pámpanos se mueren sin su vid.

Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer.

¿Cuántas veces te has dejado tentar y vencer por el deseo de quedar bien ante terceros, aún sabiendo que lo que haces o dices es total o parcialmente falso? ¿Acaso no has engañado a algunos hombres fingiendo ser o realizar algo que realmente no eres o no haces?

Tu vida caduca, fruto del pecado que habita en ti, no se funda en el amor hacia Dios, sino en el amor hacia ti mismo. El viejo Adán quiere ser glorificado ante los hombres. Es tu tendencia innata desde la Caída. El Señor te dice “el que se humilla será enaltecido y el que se enaltece, humillado” pero su Palabra no termina de modificar la conducta de los hombres, empecinados en gloriarse. El Señor te dice “busca el reino de Dios y todo lo demás se te añadirá” pero su Palabra no es tenida por suficiente cuando confías más en tus riquezas que en la Providencia.

Ananías y Safira intentaron formar parte del incipiente grupo apostólico de Jerusalén que compartían bienes de manera altruista y voluntaria. Ananías y Safira no fueron coaccionados a vender sus bienes y entregar el fruto a la comunidad. Lo hicieron libremente. Sin embargo, cometieron dos terribles pecados que combinados hicieron que sus vidas acabaron en ese instante.

-        El primero fue confiar más en sus riquezas privadas que en la protección que el Señor ofrecía a su iglesia recién formada en la santa ciudad. En no pocas ocasiones, ¿acaso no pones tu confianza más en tus proyectos que en los planes de Dios? Eso hizo este matrimonio.

-        El segundo fue intentar engañar al Espíritu Santo. Un pecado que clama al cielo.

En ambos negaron rasgos de la esencia divina: omnipotencia por confiar más en sus planes que en el designio del Altísimo y omnisciencia por tenerse ellos como más inteligentes que el Santo Espíritu.

En ellos no habitaba Cristo. Separados de Cristo nada bueno podían o puedes hacer. Tú eres como Ananías y Safira que confías más en tus obras que en la promesa del Altísimo.

Sin embargo, te tengo una buena noticia: gracias a Cristo y por medio de su Espíritu Santo puedes reconocer tu maldad y pecados, arrepentirte y volver tu mirada al único Salvador: Jesús.

Nuestro Señor Jesucristo, vencedor de la muerte, ha venido a restaurar nuestra relación con el Padre, convirtiendo tus caducas obras en verdes frutos de amor.

Cristo es la vid que te trasmite a ti, como su pámpano, la savia de la vida eterna.

Como señala San Cirilo de Alejandría “por él hemos sido regenerados en el Espíritu para producir fruto de vida, no de aquella vida caduca y antigua, sino de la vida nueva que se funda en su amor”.

¿De qué manera eres hecho parte de la gran viña que es el Señor? ¿De qué forma te injertas en la iglesia que no es otra cosa que el cuerpo de Cristo? Por el don de la Fe por medio del bautismo. El Señor te elige para su viña, justificándote gratuitamente por la Fe en Cristo: la plena confianza en lo que no se ve te hace partícipe de su naturaleza.

Eres hecho hijo de Dios por la Fe. Así, al igual que la vid hace llegar su misma esencia a sus hojas, al igual que tus padres te entregaron tu carga genética y al igual que recibes espiritualmente a Cristo en el pan y en el vino de la Santa Cena, a ti se te entrega de Dios su Espíritu Santo, tercera persona de la Trinidad, para que, justificados por la Fe, andes a continuación en los caminos de la santidad y la Verdad.

En el inseparable camino de la santidad y la Verdad, te lleva el caminar en los mandamientos del Señor cuyo fundamento se resume: amémonos los unos a los otros. Seamos capaces incluso de dar la vida por nuestros amigos.

¿Quiénes son tus amigos? Te puedes preguntar. Cristo recuerda que tus amigos son los que hacen las cosas que Él manda, los que confían en su promesa de salvación. Los amigos, por tanto, son los miembros de la Iglesia de Cristo, expandida por todos los rincones, sin distinción de lengua, raza, etnia, sexo o cultura. Todos los pámpanos están conectados por la savia de la viña. Es la bella comunión de los santos que se recita en el último epígrafe del Credo. Cristo es tu nexo de unión y el Espíritu Santo es la savia que circula entre nosotros y te da vida.

El mayor amor, te dice el Señor, es el de aquel que está dispuesto a dar hasta su vida por sus amigos. La vida es el regalo más preciado que Dios te da. ¿Quién es capaz de sacrificar hasta su propia vida por un hermano? ¿Quién es capaz de ahogar hasta el fondo a su viejo Adán, egoísta, hasta el punto de dar lo que más desea por un hermano? Solo aquellos que vieron y sintieron antes a Cristo, el inmaculado Hijo de Dios, entregar su vida en la Cruz para el perdón de un mundo que lo rechazó. Con el sufrimiento Él venció a la muerte.

La sangre de los mártires es la semilla de la Iglesia. Hace unos días Deborah Samuel, hermana en Cristo de Nigeria, dio la vida por todos nosotros, sus amigos. Fue apaleada y quemada viva solo por confesar el Evangelio de Nuestro Señor en un país donde hablar de Jesús puede acarrear consecuencias sangrientas.

El ejemplo de esta joven te debe hacer reaccionar, te debe impulsar no necesariamente al martirio, sino a la entrega a los demás. Te animo a que sirvas a tus amigos mediante el mandamiento del amor: dejando por un momento a un lado tus necesidades para atender al hermano en apuros. Sigue el ejemplo de los mártires y también de los apóstoles en esa primitiva iglesia de Jerusalén. En los pequeños gestos se muestra el amor de aquellos en los que habita Cristo.

Que la libertad te guíe hacia el amor como parte de la bella iglesia que es la viña del Señor.

Sal a predicar con tu testimonio de amor las buenas nuevas del Evangelio del Señor Jesús.

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