TERCER DOMINGO DE PASCUA
Evangelio Juan 5: 1-18
Jesús le dijo: Levántate, toma tu lecho, y anda. Y
al instante aquel hombre fue sanado, y tomó su lecho, y anduvo
¿Te has preguntado alguna vez la causa de alguna desgracia física o
económica que te acompaña largo tiempo atormentando tu vida? ¿Crees que tus
pecados solo tienen consecuencias espirituales y no materiales? ¿Has visto
desaparecer alguno de tus tormentos en esta vida y desconoces el motivo?
El enfermo del Evangelio de hoy llevaba años acudiendo cada Pentecostés
al estanque de Betesda en Jerusalén con la esperanza de ver curada su
enfermedad en las milagrosas aguas de la piscina. De tiempo en tiempo, Dios
mandaba a uno de sus ángeles para que, agitando el agua, las enfermedades del
cuerpo de los que allá acudían fueran sanadas. Sin embargo, en el estanque la
enfermedad era un obstáculo para el que deseaba curarse, pues los primeros en
alcanzar el agua quedaban sanos antes que el resto, impidiendo la curación de
los demás. Cuanto más incapacitado estaba el enfermo, menos opciones tenía de
ser limpiado. Imagina la desesperación de nuestro enfermo al ver que,en cuanto
encaminaba sus doloridos pasos hacia el agua, todos le adelantaban y le
impedían acceder a su ansiada curación. Es la dureza de la vieja vida del
pecado y de los ritos antiguos.
¿Qué pecado habría cometido o estaría cometiendo para producir tanta
devastación física en su cuerpo? Lo desconocemos. Lo que tenemos por seguro es
que él, ignorando la causa de su mal, el pecado, acudía cada año a la piscina,
esperando un milagro que no llegaba. No llegaba hasta que, de entre la
multitud, se le acercó un hombre. Un hombre que le pregunta si desea ser sano.
Él le respondió que a nadie tenía para que le introdujera en la piscina. El
enfermo desconocía quien era aquel sujeto que le preguntaba; seguramente veía a
Jesús como alguien que pudiera auxiliarlo para introducirlo en el agua. Quizás
me pueda llevar al agua, pensaría el infeliz.
Sin embargo, en un instante, con solo una palabra, sin agua, sin
contacto, este pobre hombre fue curado. Bastó una palabra de Jesús para la
total curación de la dolencia que le afectó durante 38 años. Levántate, toma tu lecho,
y anda. Y anduvo.
Cuando
quiso darse cuenta, Jesús había desaparecido. Demasiada gente en aquel lugar.
Él estaba feliz y curado y no sabía quién ni como había obrado su sanación.
Solo después de acudir al templo pudo ver a Jesús, enseñando en la paz del
lugar santo. Acercándose a Él, escuchó de nuevo sus palabras: has sido sanado,
ve y no peques más. En ese momento pudo entender que la causa de su malestar
físico había sido su pecado y que la causa de su liberación física había sido
la liberación de su alma. Sus pecados habían sido remitidos. Estaba sano; era
libre para no pecar. Todo gracias a Jesús.
Ahora yo
te digo. Piensa en la dolencia o en el sufrimiento que te atormentaba y que
desapareció. ¿A qué achacas su desaparición? ¿A tu suerte? ¿A tu pericia? ¿A la
ayuda de una tercera persona? ¿No te has planteado que quizás fue Jesús el que,
pasando entre la multitud de personas y problemas de tu vida, se acercó a ti y
te lanzó una palabra de cura? No una cura cualquiera, no una sanación física
únicamente, sino una cura de alma, una remisión del pecado que te provocaba el
sufrimiento físico. Un perdón gratuito entregado por pura misericordia. Un
“levántate, toma tu lecho y anda” que no sabías de donde venía pero por el que
volviste a caminar por los senderos de la justicia. Un instante que cambió tu
vida para siempre.
Quizás
cuando sentiste el alivio, pensaste en la fortuna que habías tenido, en lo
hábil que habías sido tú o tu ayudante en la resolución del problema. Sin
embargo, hoy te digo que fue Jesús el que sin ostentación se aproximó a tu
atribulado corazón y te liberó del sufrimiento y del pecado. No lo viste en la
multitud, porque Él huye del bullicio de la turba, del contante ataque de
información de hoy, de la ajetreada vida moderna, donde parece que lo inmediato
es lo único estimulante y digno de honra. No lo viste en el ruido. Lo ves hoy
en la quietud del templo, de su santa Iglesia, en la paz de espíritu, en el
silencio de la oración, en la lectura de su Palabra, en la solemnidad de sus
sacramentos y sobre todo, lo verás en el interior de tu arrepentido corazón.Hoy
lo ves y por eso estás aquí. Hoy lo ves, aquí entre nosotros, y parece que le
oigo decirte: hijo, has sido sanado, tus faltas han sido perdonadas, ve y no
peques más.
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