2º DOMINGO DE PASCUA
Bienaventurado tú que ves a Jesús con los ojos de la fe.
Juan
20:19-31.
Jesús le dijo: Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron, y creyeron.
Encerrados
todos en el Cenáculo, algunos discípulos dudaban de la resurrección de Jesús.
Quizás sea una sugestión; a lo mejor son locuras de mujeres. Es posible que
hayan visto a un fantasma. Imagino tales palabras en sus mentes. Tomás
representa el pecado de incredulidad.
Tomás
se dice que afirmó: Si
no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de
los clavos y no meto la mano en su costado, no creeré.
Entonces
aparece Jesús. Reaparece con uno de sus últimos y más ignorados milagros:
estando las puertas cerradas, se aparece en medio de los apóstoles, diciendo:
Paz a vosotros.
¿Cuál
ha sido tu incredulidad? ¿Dudaste de la resurrección corporal del Señor? O
¿quizás desconfiaste de la presencia de Cristo en tu vida? Los apóstoles,
aterrados por el miedo de los judíos, solo veían fracaso en su ministerio tras
la muerte de Jesús. En los momentos oscuros, es posible que hayas negado la
bondad de Dios; te hayas sentido distante de Jesús o hayas pensado que seguirlo
ha sido un fracaso.
En
ello estaban los vacilantes discípulos cuando Jesús aparece en gloria entre
ellos. Entró con el mismo cuerpo que, en el momento de su nacimiento, salió a
los ojos de los hombres del seno sellado de la Virgen. Él que salió del seno
cerrado de la Virgen María, entró en la habitación cerrada de los apóstoles.
Sabiendo
la duda de ellos, conociendo tus vacilaciones, les muestra sus manos y costado;
se presta a que le palpen aquella carne que había introducido a través de las
puertas cerradas.
Jesús
se presenta ante ti, mostrando sus heridas no físicamente para que sean
captados por tus sentidos naturales o por tu razón, sino para que sean
aprehendidas por tu corazón mediante la predicación del Evangelio. Para los
incrédulos es debilidad o locura mas para los hijos de Dios esta fe tuya que
aprehende la muerte y resurrección milagrosa del Señor es poder de Dios, es tu
vía de salvación. Él ofrece el sello de
su Cuerpo y Sangre en el pan y en el vino que tomas cada vez que te acercas a
la Eucaristía. Él que sabe que en tu debilidad, tienes necesidad de ver y
palpar lo físico, ofrece los elementos visibles en la Santa Cena, con el fin de
que tomando los signos, lo recibas a Él en tu corazón.
Así,
cuando el discípulo que había dudado, tan pronto como tocó y reconoció las
cicatrices, exclamó: ¡Señor mío y Dios mío!
Preciosa
declaración y confesión de fe en Jesús. Tú eres mi Señor, mi rey, todo lo que
acontece en el mundo, lo es por tu voluntad. Tú, Jesús, has recibido del Padre
todas las potestades y dominio que serán eternos. Tú quebrantas con vara de
hierro a los reyes de la tierra que no te temen (salmo 2) Y tú eres mi Dios,
eres uno con el Padre y te has hecho hombre para salvarnos de la muerte,
venciéndola con tu gloriosa la resurrección.
Al
igual que Tomás se arrepintió de su pecado de incredulidad, te toca a ti dejar
atrás las dudas, arrepentirte y confesar: Jesús, Señor y Dios mio. Tu eres mi
Salvador personal, el que resurgió de la muerte por mi.
¿No podía
el Señor resucitar sin las cicatrices? Sin duda, pero sabía que en el corazón
de sus discípulos quedaban heridas, que habrían de ser curadas por las
cicatrices conservadas en su cuerpo. Y ¿qué respondió el Señor al discípulo
que, reconociéndole por su Dios, exclamó: Señor mío y Dios mío? Le dijo: ¿Porque me has visto has
creído? Bienaventurados los que no vieron y creyeron.
¿A quiénes
llamó bienaventurados, hermanos, sino a ti? A ti y a todos los que creyeron en
Él sin verle; aquellos que han nacido de nuevo ya no ven con sus ojos
naturales, sino que ven al glorioso Jesús con los ojos de la fe. Los sentidos
naturales son falibles pero la Gracia de Dios que te abre los ojos de la fe es
infalible.
Has
hallado Gracia con tu confesión. Esa Gracia que te libera de la tirania y la
zozobra del pecado de la incredulidad. Esa Gracia que te sirve como ancla para
la eterna Verdad que se haya en Jesús, el resucitado. Esa Gracia que te levanta
cuando caes. Gózate en contemplar a Cristo victorioso y síguelo sin temor, ni
duda ni vacilación. Él se levantó de las profundidades de la tierra para que tú
vivas sin temor ni duda. Adelante sin vacilar. Jesús te da la dicha y la paz
verdaderas que no hallarás en ninguna otra cosa de este mundo.
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