QUINTO DOMINGO DE CUARESMA
Juan 11:1-52.
No importan tus pecados, solo Jesús puede
liberarte.
Y
Jesús, alzando los ojos a lo alto, dijo: Padre, gracias te doy por haberme
oído. Yo sabía que siempre me oyes; pero lo dije por causa de la multitud que
está alrededor, para que crean que tú me has enviado. Y habiendo dicho esto,
clamó a gran voz: ¡Lázaro, ven fuera! Y el que había muerto salió, atadas las
manos y los pies con vendas, y el rostro envuelto en un sudario. Jesús les
dijo: Desatadle, y dejadle ir.
Una
vida repleta de pecados da vergüenza. Su aroma es putrefacto; contamina el alma
y el cuerpo, hace que te sientas impotente y tu honor queda por los suelos. Te
sientes atrapado en las cadenas del pecado y la tentación te impide mover.
Desde el día que naciste, desde que fuiste concebido, anduviste en pecado.
Muchos días con pecados a tus espaldas. Tantos pecados que te pueden llevar a
la muerte.
Cuatro
días fueron los que el cadáver del joven Lázaro permaneció en el sepulcro. ¿Por
qué Jesús se demoró tanto en acudir a la llamada de auxilio de sus amigas Marta
y María? Jesús estaba turbado, se emociona por la pérdida de su viejo amigo, de
la misma manera que Jesús se entristece cuando tu pecado reina en ti. El propio
Cristo al orar al Padre nos confiesa que retrasó su venida para que todos
creyeran que Él lo había enviado.
¿Por
qué dejas, oh Señor, que caiga en las tentaciones? ¿Por qué demoras tanto en
venir a rescatarme? Parece que oigo estos gemidos de desesperación en tu alma
atribulada. Dios opera con sabiduría y el tiempo del rescate tiene su sentido.
Hartas
cosas podemos decir sobre estos cuatro días. Agustín realiza una analogía
interesante al afirmar: “El pecado original con que el hombre nace, es el
primer día de muerte; cuando el hombre infringe la ley natural, es el segundo
día de muerte; la Ley de la Escritura dada por Moisés y de origen divino,
cuando es menospreciada, es el tercer día de muerte. Viene, por fin, el
Evangelio, en el cuarto día”. Y viene porque el Señor no desdeña en venir a
resucitar a todos los pecadores, incluso a los que llevan más tiempo pecando.
¿Por
qué viene? Viene por su soberana misericordia, sí, mas acude llamado por los
ruegos de su hermana que ora, aceptando la voluntad de Dios. Solamente dice: “Sé
que si quieres, puedes hacerlo; ahora bien que lo hagas queda a tu juicio”. La
fe de ella es firme y recae tanto en el poder de Jesús al reconocer que, de
haber estado en el momento de la enfermedad de su hermano Jesús, aquel no
habría perecido como en la creencia en la promesa de la resurrección de los
cuerpos en el último día. Ella no podía imaginar en ese momento que la potestad
de Cristo vencía a la muerte más hedionda.
Jesús
sabiendo tales cosas le responde:
“ Yo soy la resurrección y la vida; el que cree
en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente”
Es decir,
aquel que por fe es renovado, creyendo en el Cristo, aunque su carne muera
temporalmente, vivirá en su espíritu hasta la resurrección renovada de su
cuerpo para ya jamás perecer. La fe es el alimento del alma. Aquello que te hará
inmortal, no importan tus pecados pasados.
Todo el
que peca, muere; pero Dios, por su misericordia infinita, resucita las almas a
fin de que no mueran por toda la eternidad.
Cuando
desprecias al Salvador, cuando el pecado reina en ti, yaces muerto, postrado,
oliendo a corrupción en el sepulcro de la vida. Tus pies atados te impiden
salir. Tú solo no puedes.
Cuando
Jesús te llama desde lo más profundo del pecado: “¡ven fuera!, confiesas,
arrepentido, con tu boca que Jesús es el Cristo, la resurrección y la vida. La
Gracia libera tu voluntad esclavizada.
Jesús te
ama de la misma manera que amó a Lázaro. Jesús llora por tu vida desordenada. Jesús,
Dios mismo, se encarnó en hombre para venir a rescatarte, para llamarte desde
fuera de tu sepulcro vital y decirte: sal fuera, te llamo para vida eterna.
Cuando sales fuera guiado por tu voluntad renovada por la Gracia previniente,
aún caminas con los pies atados, por los restos del pecado. Has sido llamado
pero aún el pecado mora en ti. Jesús lo sabe y por eso dijo a sus ministros: “desatadle
y dejarle ir”. Por eso encargó a sus apóstoles que todo lo que desataran en la
tierra será desatado en el cielo. Entregó las llaves del reino a sus ministros
con el fin de visibilizar mediante los signos visibles, los sacramentos, esa
remisión de los pecados que solo su llamado es capaz de producir. En tu
bautismo, tus pies fueron desatados, cuando recibes la Santa Cena con fe, las
ligaduras que te impedían moverte, son quebradas por la Palabra. Cuando Cristo
te dice, por medio del pastor, tus pecados son perdonados: las cuerdas se
quiebran y eres libre del poder del mal y de la muerte. Ya puedes exclamar con
seguridad y alborozo: libre soy, Dios me salvó. He nacido de nuevo y el pecado
no mora en mi.
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